Uno de los fenómenos ideológicos de la modernidad ha sido sin duda el nacimiento de la fe en el progreso. La creencia en un progreso indefinido, la persuasión de que las ciencias de la naturaleza resolverían todos los problemas y responderían a todas las preguntas, nos ha hecho pensar que la técnica era el nuevo camino de la salvación y la consecución de sentido. El hombre actual aparenta creer que una vez que se resuelvan todos los problemas políticos, sociales y económicos ya no habrá más problemas. Pero es sabido que muchos hombres tienen cubiertas sus necesidades ordinarias, e incluso todo tipo de necesidades extraordinarias, y de todas maneras lo pasan muy mal.
Al compás del progreso de la ciencia y la técnica las posturas con respecto a lo que el hombre es esencialmente se han multiplicado y han definido al hombre de maneras variopintas. El idealismo dialéctico le ha dicho que es un escalón hacia un espíritu universal. Feuerbach ha afirmado que el hombre es Dios. El ateísmo marxista lo define como un proletario que lidere el sendero hacia la abundancia de bienes y al paraíso comunista. Nietzsche lo ha proyectado a un superhombre que sin ayuda divina logra convertirse en un héroe y en santo secular. El marxismo humanista de Bloch dice que en el futuro el hombre será Dios. El existencialismo sartriano lo define como una pasión inútil que debe inventarse a sí mismo. Heidegger subraya que el hombre no tiene esencia sino que sólo tiene existencia y que es el ser hacia la muerte. Freud lo ha enclaustrado en una predeterminación provocada por un laberinto de instintos inconscientes del que sólo el psicoanálisis lo puede liberar. El estructuralismo antihumanista de Foucault y de Levi Strauss le dice que el hombre en sí ha muerto, que ya no existe. Los paleontólogos evolucionistas lo empardan a un orangután verborrágico. El principio antrópico inmola a cada individuo en si para que la especie trepe la escalera de la evolución hasta llegar a los semidioses del futuro. Los credos orientales lo exaltan a la condición de ser una partícula divina del Todo divino que es el universo. La New Age, las psicologías modernas del ego y algunos cristianismos tergiversados le dicen que cada problema humano tiene una solución humana. A través de competir y avanzar, Keynes, Samuelson o la economía moderna de la Escuela de Chicago, lo proyectan una vida pródiga en suntuosidad y consumo insaciable, a la salvación del mundo a través del progreso económico.
Pasión inútil, ser para la muerte, carnívoro agresivo, mono que ha tenido éxito, bestia razonante, robot mejorable, mecanismo autoconsciente programado para la preservación de sus genes y equipado con un ordenador locuaz; las definiciones del hombre sobre sí mismo han sido diversas e incluso contradictorias, algunas veces exaltándose altaneramente y otras veces hundiéndose hasta la desesperación.
Los animales no se hacen problemas para vivir. Están dotados de mecanismos instintivos mediante los cuales solucionan sus necesidades elementales en forma casi mecánica. Es así que los animales no sufren de preocupación ni de ansiedad. Ortega decía que el animal existe en permanente alteración y perpetuo sobresalto y atropello. Cuando el contorno lo deja en paz y sin alteración, el animal no es nada y deja de ser, se duerme, borra su propio ser en cuanto animado. Pero el hombre se queda despierto y piensa.
Kant juzgaba que si el fin supremo de la naturaleza fuese el bienestar y la conservación del hombre, es decir, su felicidad terrena, la naturaleza se habría equivocado al hacer que la ejecutora de su designio fuera la razón. Todas las acciones que la criatura debe ejecutar conforme a este designio le serían indicadas más exactamente por el instinto. En otras palabras, si no tuviéramos razón, seríamos más mundanalmente felices.
El hombre es el único ser vivo que no se conforma con lo que hay. No acepta el orden natural. La existencia lo deja siempre un poco vacío, sediento de otro sentido, de algo más allá. Ni cuando nace ni cuando crece le gustan las cosas tal cual las encuentra. La realidad lo suele sacar un poco de quicio. Protesta, gruñe, gesticula quejoso, frunce la nariz y el ceño, estira la cara, se cabrea, se crispa, lagrimea, respinga, se desvela y se enfada ante sus opciones de vida. El hombre es un animal en permanente desaliento; ser problemático, lo llamaba Gabriel Marcel. Su menesterosidad es biográfica. Thomas Chalmers expresó que hay en el hombre una ambición incansable, un apetito insaciable por algo mas grande y mejor, una insatisfacción con el presente que nunca se apacigua por todo lo que el mundo tiene para ofrecer, todas cosas que no existen entre los animales inferiores. Jacques Riviere dio ejemplos de por qué uno sólo tiene que observar al hombre para darse cuenta de que es un ser que no está en su casa con el mismo, que de alguna manera ha caído por debajo del nivel de su propia naturaleza, que para recuperar su correcto destino, no importa cuán precaria e incompleta pueda ser esa recuperación, debe por siempre escalar una pendiente difícil.
El hombre sigue siendo el mismo frágil, limitado y dependiente ente que habitó las cavernas. Es igualmente sanguinario y tierno, seducible y caprichoso, hábil y torpe. Su inteligencia, cultivada sin cesar, puede conducirlo a los laberintos microscópicos de una célula o a los más lejanos periplos interestelares, pero su corazón sigue conmoviéndose con un buen cuento, así como a la vera del fuego encendido de una choza. Encabritado es capaz de derrumbar y destrozar ciudades íntegras y arruinar amplias zonas del planeta, pero es también capaz de dar la vida por el otro.
El progreso ha desencadenado múltiples definiciones sobre nosotros los hombres, pero somos un enigma para nosotros mismos. Somos el único animal endémicamente insatisfecho, de donde provienen el aburrimiento y la impaciencia, y somos también la única extraña bestia que, para llegar a ser lo que es, necesita antes averiguarlo. Nos resulta imperativo preguntarnos y saber qué es lo que esencialmente somos.